jueves, 11 de abril de 2013

Mitos de España

Desde hace meses recorre España una idea que, a fuerza de ser repetida, puede llegar a convertirse en leyenda, en una falsa leyenda. En esta España nuestra somos muy propensos a ensalzar las cosas hasta límites insospechados y a denostarlas a renglón seguido. Durante años, al valorar la forma en que se produjo la transición en España de la dictadura a la democracia había práctica unanimidad en afirmar que el proceso había sido modélico. Dentro y fuera de España se han ensalzado las virtudes del cambio que selló el reencuentro entre todos los españoles tras la férrea dictadura en que concluyó el acontecimiento más terrible de nuestra historia contemporánea: la Guerra Civil.
Previamente a la aprobación de la Constitución de 1978, se aprobó la Ley de Amnistía de 1977. La Ley se aprobó por 296 votos favorables, sólo Alianza Popular se abstuvo. El discurso que más conmovió, por su simbolismo, fue el del diputado comunista Marcelino Camacho, cuyo grupo había sido el autor de la propuesta. Camacho defendió con emoción el texto, argumentó que era el inicio de la reconciliación nacional y que ese era el único camino que podía cerrar un «pasado de guerras civiles y de cruzadas». «Queremos abrir -afirmó- la vía a la paz y a la libertad». Él mismo se había preguntado: «¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?».
Por ello, no deja de sorprenderme que 33 años después de que esa Ley, promovida por la izquierda parlamentaria y reivindicada en las manifestaciones de aquellos años, se califique hoy como una ley que quiso imponer un proceso de amnesia colectiva que permitiera cubrir con el manto del olvido los crímenes del franquismo. Estas afirmaciones han arreciado sobre todo con el tratamiento judicial del que ha sido objeto el juez Garzón. Algunos políticos que vivieron la transición e historiadores, como Santos Juliá, han desmentido rotundamente que dicha ley quisiera imponer «la tiranía del olvido».
Considero que no es acertado intentar reescribir la historia sólo para sostener posturas parciales e interesadas que se alejan de la verdad. Nuestra Guerra Civil no puede olvidarse porque es nuestra historia, la de unos y la de otros, y hay que conocerla en su inmensa crueldad, pero sostengo que ello no puede determinar ni lastrar nuestro futuro. Creo, como Santos Juliá, que «si cada cual, a la muerte de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su puñetera verdad, es posible que todos nos hubiéramos ido a hacer puñetas dejando como única herencia el lamento por otra gran ocasión perdida». En esta polémica ha terciado recientemente el nieto de Gregorio Marañón que, exaltando el proceso de consenso y acuerdo que presidió la transición democrática en España, afirma que hace falta más sabiduría y coraje políticos «para negociar y pactar que para intentar aniquilar, aunque sólo sea políticamente al adversario». Esta capacidad de apretar la mano del otro para certificar el acuerdo alcanzado, esa forma de unirse para afrontar conjuntamente el futuro fue sin duda la grandeza de nuestro proceso democrático. Por ello creo, sinceramente, que no es bueno alimentar el fantasma de que la transición fue construida sobre la inmundicia del olvido; muy al contrario, considero que en estos tiempos también difíciles no estaría de más evocar siquiera sea de vez en cuando, el espíritu de pacto y consenso que presidió aquellos años y que alumbraron el período histórico de mayor consolidación de las libertades públicas y de los derechos sociales que jamás ha conocido nuestra historia.
 
 
 
Vanesa Rubio Capitán y Rocío Moreno Moreno.

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