Desde hace meses recorre España una idea que, a fuerza de
ser repetida, puede llegar a convertirse en leyenda, en una falsa
leyenda. En esta España nuestra somos muy propensos a ensalzar las cosas
hasta límites insospechados y a denostarlas a renglón seguido. Durante
años, al valorar la forma en que se produjo la transición en España de
la dictadura a la democracia había práctica unanimidad en afirmar que el
proceso había sido modélico. Dentro y fuera de España se han ensalzado
las virtudes del cambio que selló el reencuentro entre todos los
españoles tras la férrea dictadura en que concluyó el acontecimiento más
terrible de nuestra historia contemporánea: la Guerra Civil.
Previamente a la aprobación de la Constitución de 1978,
se aprobó la Ley de Amnistía de 1977. La Ley se aprobó por 296 votos
favorables, sólo Alianza Popular se abstuvo. El discurso que más
conmovió, por su simbolismo, fue el del diputado comunista Marcelino
Camacho, cuyo grupo había sido el autor de la propuesta. Camacho
defendió con emoción el texto, argumentó que era el inicio de la
reconciliación nacional y que ese era el único camino que podía cerrar
un «pasado de guerras civiles y de cruzadas». «Queremos abrir -afirmó-
la vía a la paz y a la libertad». Él mismo se había preguntado: «¿Cómo
podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a
los otros, si no borrábamos ese pasado de una vez para siempre?».
Por ello, no deja de sorprenderme que 33 años después de
que esa Ley, promovida por la izquierda parlamentaria y reivindicada en
las manifestaciones de aquellos años, se califique hoy como una ley que
quiso imponer un proceso de amnesia colectiva que permitiera cubrir con
el manto del olvido los crímenes del franquismo. Estas afirmaciones han
arreciado sobre todo con el tratamiento judicial del que ha sido objeto
el juez Garzón. Algunos políticos que vivieron la transición e
historiadores, como Santos Juliá, han desmentido rotundamente que dicha
ley quisiera imponer «la tiranía del olvido».
Considero que no es acertado intentar reescribir la
historia sólo para sostener posturas parciales e interesadas que se
alejan de la verdad. Nuestra Guerra Civil no puede olvidarse porque es
nuestra historia, la de unos y la de otros, y hay que conocerla en su
inmensa crueldad, pero sostengo que ello no puede determinar ni lastrar
nuestro futuro. Creo, como Santos Juliá, que «si cada cual, a la muerte
de Franco, hubiera puesto encima de la mesa su puñetera verdad, es
posible que todos nos hubiéramos ido a hacer puñetas dejando como única
herencia el lamento por otra gran ocasión perdida». En esta polémica ha
terciado recientemente el nieto de Gregorio Marañón que, exaltando el
proceso de consenso y acuerdo que presidió la transición democrática en
España, afirma que hace falta más sabiduría y coraje políticos «para
negociar y pactar que para intentar aniquilar, aunque sólo sea
políticamente al adversario». Esta capacidad de apretar la mano del otro
para certificar el acuerdo alcanzado, esa forma de unirse para afrontar
conjuntamente el futuro fue sin duda la grandeza de nuestro proceso
democrático. Por ello creo, sinceramente, que no es bueno alimentar el
fantasma de que la transición fue construida sobre la inmundicia del
olvido; muy al contrario, considero que en estos tiempos también
difíciles no estaría de más evocar siquiera sea de vez en cuando, el
espíritu de pacto y consenso que presidió aquellos años y que alumbraron
el período histórico de mayor consolidación de las libertades públicas y
de los derechos sociales que jamás ha conocido nuestra historia.
Vanesa Rubio Capitán y Rocío Moreno Moreno.
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